Sistema de Alma Extensa es la traducción al español de como se autodenomina el conjunto de identidades...
La profundidad oculta de la Filosofía griega
Nuestra cultura occidental, y más en los últimos 100 años, nos ha transmitido a la gran mayoría de la población una visión compartimentalizada de la realidad. La Ciencia no tiene nada que ver con la Espiritualidad o con el Arte y, de este modo, responder a las "grandes preguntas filosóficas" (¿qué es la vida?) se hace bastante duro y confuso. Aunque, si nos remontamos en el tiempo, siempre encontramos personajes como pueden ser Rudolf Steiner, Johann Wolfgang von Goethe, Leonardo Da Vinci y antiguos "filósofos" griegos, Parménides entre ellos, que trascendían la separación del conocimiento.
Pero, si bien Parménides fue un iniciado en los misterios de Apolo y un adepto en el dominio de algunos estados especiales de conciencia, no podemos pasar por alto que aquellos antiguos iniciados no eran sólo místicos, ni meros contemplativos, como tampoco eran exclusivamente filósofos, sino que también eran químicos, físicos, astrónomos, biólogos, lógicos, etcétera; en definitiva, individuos que vivían en una época en la que el saber se enfocaba como un asunto integral y no compartimentado en parcelas estancas.
Puede que la clave fundamental para poder integrar tantas disciplinas fuese la capacidad de acceder a esos estados especiales de conciencia, que facilitan el acceso a la imaginación creativa y a la sensación de unidad en todo lo que existe. De hecho, existen indicios sólidos de que el secreto mejor guardado de la historia son Las Religiones Mistéricas, cuyos ritos llevan a esos estados especiales de conciencia, que estarían en la base del surgimiento y desarrollo de las grandes civilizaciones, manteniendo la unidad social y alimentando la creatividad de sus individuos en todas las ramas del saber.
Pero, como parecer ser una constante en la historia, el control por parte de las élites de los ritos mistéricos provocó la aparición de cultos (en la práctica cerrados), como los Misterios Eleusinos o los de Apolo, que fueron respondidos por parte del pueblo con la creación de otros abiertos, como los Misterios Dionisíacos (catalogados como desenfrenados) o el propio Cristianismo original, que les devolviese la experiencia personal de unión amorosa con la creación, lo que permite entender fácilmente "qué es la vida".
Te invitamos a reflexionar sobre el tema con estas dos reseñas del libro "En los oscuros lugares del saber" del filósofo Peter Kingsley, en el que explora esa unión entre el conocimiento y el misticismo, la vía del acceso directo al "Logos".
"No a mí, sino habiendo escuchado al Logos, es sabio decir junto a Él que todo es Uno". Heráclito s. V A.C.
Reseña original en revistas.um.es
Fernando Mora Zahonero
Son ya cinco las ediciones efectuadas por la editorial Atalanta del libro titulado En los oscuros lugares del saber, la última en el año 2017. Su autor, el inglés Peter Kingsley, es un auténtico filósofo en la antigua acepción del término, es decir, un «amante de la sabiduría». Aunque ha desempeñado su labor docente en diferentes universidades, su trabajo trasciende el marco estrictamente académico y ha llegado a un amplio número de lectores, dedicando muchos años a indagar en los orígenes de la cultura occidental, más allá de los tópicos manidos que acostumbran a verterse al respecto.
Uno de los puntos más importantes de su exposición es que las raíces de nuestra cultura también se remontan a Oriente. No fueron pocos los grandes filósofos helenos, desde Pitágoras a Plotino, que encaminaron sus pasos en dirección al sol naciente para aprovechar los conocimientos de las grandes tradiciones sapienciales del planeta, un tema ante el que los especialistas académicos suelen mostrar un rechazo visceral, ya que arroja una sombra de duda sobre el supuesto desarrollo autónomo de la filosofía griega. La postura oficial a este respecto es que dicha filosofía es un fenómeno estrictamente heleno, comprensible tan sólo desde la perspectiva de la Grecia clásica. Los antiguos relatos que describen de qué modo los primeros filósofos viajaron a lugares remotos en busca de conocimientos y sabiduría son rechazados como ilusiones románticas o como la fantasía de autores que vivieron mucho tiempo después de los personajes sobre los que escribieron. Pero el ameno, a la par que fundamentado libro de Peter Kingsley sostiene, precisamente, la tesis contraria. Y para probar sus afirmaciones el autor se centra en el caso paradigmático del gran filósofo Parménides, quien nació en la localidad de Elea-Vilia, en el sur de Italia, hace 2.500 años y pasa por ser el «padre» del racionalismo, la lógica y la ontología occidental. Aunque son personajes tan prestigiosos como Platón y Aristóteles los que le adjudicaron tan decisivo papel, este libro pone de relieve que Parménides es, en realidad, el transmisor de un saber que procede de más allá de la mente racional y un iniciado que extrae su filosofía a partir de estados físico-mentales de quietud y silencio profundos.
Peter Kingsley ejerce una labor de auténtico detective histórico y analiza las antiguas tradiciones eleáticas, abriéndonos las puertas a un mundo lleno de misterios. Tanto el culto a Apolo, dios vinculado entre otras cosas a las curación y la purificación externa e interna, como la figura del iatromante, es decir, del sanador que recurría a técnicas contemplativas, la interpretación de los sueños y la inmersión, como acabamos de apuntar, en la completa inmovilidad durante largos periodos, adquieren especial relevancia en este contexto. El autor basa buena parte de su tesis en las evidencias proporcionadas por diferentes hallazgos arqueológicos efectuados por Pellegrino Claudio Siesteri y relacionados con la figura de Parménides y con el dios Apolo.
Pero, si bien Parménides fue un iniciado en los misterios de Apolo y un adepto en el dominio de algunos estados especiales de conciencia, no podemos pasar por alto que aquellos antiguos iniciados no eran sólo místicos, ni meros contemplativos, como tampoco eran exclusivamente filósofos, sino que también eran químicos, físicos, astrónomos, biólogos, lógicos, etcétera; en definitiva, individuos que vivían en una época en la que el saber se enfocaba como un asunto integral y no compartimentado en parcelas estancas.
Llama la atención el título que encabeza uno de los capítulos, que es «Morir antes de morir», porque ese era precisamente el consejo dado, en el seno del islam, por el profeta Muḥammad a sus seguidores, siendo el requisito para convertirse, en palabras de Kingsley, en verdaderos hombres y mujeres. Pero este tipo de muerte no se refiere, por supuesto, a la muerte física real, sino a un proceso de muerte aparente o de trascendencia del ego, es decir, un estado especial de conciencia, comparable al fanā’ (aniquilación) del sufismo o el samādhi (énstasis) del hinduismo, en el que el sujeto accede a una condición peculiar de conciencia que le lleva más allá de sus limitaciones espacio-temporales. Para acceder a dicho estado, los iniciados de la antigua Grecia permanecían durante varios días en el fondo de una caverna en completa inmovilidad, sin hacer nada, ayunando y sumiéndose en un estado crepuscular que no pertenece al sueño ni a la vigilia y en el que afrontaban diferentes experiencias y visiones. Es lo que se conoce también como «incubación». La sabiduría se oculta en la muerte; y la ignorancia, en la vida. «Hay que ser consciente del mundo de los muertos», escribe Kingsley, para acceder plenamente a los grandes misterios de la realidad.
Además de ser el dios de la sanación, Apolo es el dios de las cavernas y los lugares oscuros, la divinidad de los oráculos, cuyo contenido solía ser bastante ambiguo y susceptible de múltiples interpretaciones. Al contrario que la posesión dionisíaca, el éxtasis apolíneo presentaba unas características inconfundibles, ya que no era desenfrenado, sino que se desarrollaba en completa quietud y silencio y tenía un carácter completamente privado y personal.
Y, a propósito de los estados de conciencia especial, señala Kingsley que existe «una continuidad de tradiciones que se extiende desde los límites de Grecia y cruza Asia hasta el Himalaya y el Tíbet, el Nepal y la India». Las fronteras entre Oriente y Occidente son más artificiales de lo que nos enseñan los libros de geografía e historia. No estará de más recordar a este respecto los retiros de oscuridad llevados a cabo en el contexto del budismo tibetano (aunque también tienen lugar en otros ámbitos espirituales como el taoísmo y la tradición chamánica americana), en los que los participantes permanecen periodos continuos que van desde una semana hasta varios años en completa oscuridad, practicando diferentes visualizaciones y técnicas meditativas.
Por otro lado, Parménides ha pasado a la historia de la cultura occidental por ser el autor de un conciso y enigmático poema didáctico, titulado Sobre la naturaleza y escrito en hexámetros, aunque tan sólo nos han llegado de él fragmentos citados en las obras de diversos autores posteriores. A nadie que lea dicho poema se le escapará que este viaje al fondo de la naturaleza del ser comienza de un modo sumamente peculiar, que poco tiene que ver con el supuesto racionalismo que se le ha atribuido durante más de veinticinco siglos.
No deja de ser paradójico que el mensaje fundamental de nuestra ontología asuma la forma de un poema, y más teniendo en cuenta que Platón excluyó a los poetas de su república ideal y que Aristóteles afirmó que el lenguaje en el que están expresadas los postulados filosóficos debe ser claro y rotundo, con las menos ambigüedades posibles. Pero, como ya hemos sugerido, el poema de Parménides no es sino la descripción de un viaje al inframundo, a los dominios de la muerte, de un viaje efectuado en un estado peculiar de conciencia posibilitado por la técnica de la incubación. De ese modo, guiado por las hijas del sol (Kingsley precisa que todos los personajes que aparecen en el texto son de género femenino), el viajero se entrevista con la diosa transmisora de la enseñanza que, como decimos, sienta las bases de la ontología occidental –más en concreto, del principio de no-contradicción, el cual declara que el ser es y que el no-ser no es– y explicita la naturaleza del ser señalando que este es único, eterno, no engendrado, imperecedero, continuo, indivisible, inmutable e ilimitado.
Por último –como subraya Kingsley en el colofón de su estudio– «la historia está lejos de haber concluido, y este libro que acaba de terminar, lector, tan sólo es el principio», unas palabras muy adecuadas, pues uno se queda con ganas de más, no porque su contenido sea insuficiente, sino porque este es el principio de una investigación acerca de los fundamentos de la cultura occidental y de nosotros mismos, es decir, de todo aquello que puede hacernos personalmente más sabios. Respecto a lo primero, la abundante bibliografía que hay al final del libro será, sin duda, un excelente punto de partida; en cuanto a lo segundo, sólo el anhelo de una mayor plenitud y conocimiento puede servir de estímulo para proseguir este viaje de descubrimiento de la auténtica naturaleza de las cosas y de uno mismo.En definitiva, un libro altamente recomendable, con un estilo claro y fácil de leer, que no defraudará al lector
Reseña original idoc.pub
Emilio Alvarado Pérez
La tesis del libro es tan provocadora como poco original: no debemos interpretar a Parménides (en realidad se llamaba Parmeneides) como Platón nos contó que había que hacerlo, ni debemos creernos lo que Platón le atribuye en su diálogo titulado precisamente Parménides que es, por otra parte, uno de los más controvertidos del filósofo ateniense.
Los filósofos arcaicos (Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Parménides, Heráclito, Jenófanes, Pitágoras, Zenón de Elea, Meliso de Samos, Empédocles, Anaxágoras, Leucipo, Demócrito y los sofistas) no fueron presocráticos o preplatónicos en el sentido de que anticiparan a Sócrates o a Platón. Únicamente ese fue el título que les concedió Platón para convertirlos a su causa intelectual. Sobre todo y antes que nada los filósofos ante mencionados fueron arcaicos. Su pensamiento bebía en fuentes orientales muy antiguas, con puntos en común con la magia y el chamanismo. En conclusión, olvidémonos del diálogo platónico para interpretar a Parménides. Si lo queremos conocer sin tergiversaciones, vayamos a su poema intentando reconstruir lo que en él falta y a ordenar lo que en él parece descolocado. Y hagámoslo a través de la reconstrucción del tiempo en el que vivió.
Parménides, el filósofo, no fue un frío pensador racionalista. Más bien resultó ser una especie de mago que mediante la alteración de su conciencia, siguiendo técnicas chamanistas procedentes de Asia Central mezcladas con el yoga indio que habían sido celosamente guardadas por los foceos y por los pitagóricos, escribió un poema que es considerado uno de los fundamentos de la filosofía occidental. El poema, del que se conservan fragmentos, titulado Sobre la Naturaleza, consiste en la descripción de un viaje iniciático que lleva al filósofo al reino de los muertos, lugar en el que se encuentran las verdades últimas. Uno de los padres de la filosofía occidental se equipara, por tanto, a Orfeo o a Heracles, héroes mitológicos que también viajaron al inframundo, al lugar del que proceden el Día y la Noche. Dicho en otras palabras, uno de los textos más importantes de la filosofía occidental es un poema iniciático escrito por alguien que alteró artificialmente el estado de su conciencia al practicar extraños y ancestrales ritos que procedían del corazón de Asia.
Este hecho desmiente un prejuicio mayúsculo: los antiguos griegos no eran un pueblo cerrado, reacio a aprender lenguas extranjeras, que construyó los pilares de la civilización occidental por sí solo y contra los bárbaros. Muy al contrario, los griegos mantuvieron importantes vínculos con Oriente y a ellos le deben su originalidad y su proyección universal. Uno de los maestros de la filosofía occidental fue Parménides de Elea. El filósofo que falsificó esta verdad fue Platón, del cual dice Kingsley que “no tenía escrúpulos en inventar las ficciones más elaboradas, recrear la historia, alterar la edad de la gente y cambiar las fechas.” Platón quitó de en medio a Parménides y ocultó deliberadamente parte de su doctrina, la que tiene que ver con los misterios órficos que aluden al descenso al inframundo como condición esencial para conocer la verdad. Si esto es cierto, si Parménides fue un maestro, una de las fuentes de la filosofía occidental se encuentra, por tanto, en Elea (en la costa de Lucania, al sur de Italia), ciudad fundada en el siglo VI a. de J.C. por los foceos, pueblo procedente de Anatolia, en la actual Turquía. No responde a la verdad, por tanto, considerar que Atenas fue la cuna de la filosofía occidental, ni que Platón y Aristóteles fueran maestros primigenios. La conclusión de esta premisa es evidente: la filosofía occidental le debe a Oriente y a los filósofos arcaicos mucho más de lo que creemos.
Parménides escribió un poema, tan breve como misterioso, que se divide en tres partes: la primera describe su viaje rumbo a la diosa que no tiene nombre; la segunda muestra lo que ésta le enseñó sobre la realidad; y en la tercera, la diosa le informa con detalle del mundo en el que creemos vivir. El viaje al que se refiere Parménides en su poema es iniciático. Sólo se alcanza la meta si uno está muerto o si se conoce el procedimiento para llegar, sin morir, hasta donde moran los muertos, para regresar después y relatar lo aprendido. Es obvio que Parménides no murió y resucitó después para contarnos lo que le fue transmitido en el inframundo. Tuvo que acceder a ese conocimiento de otra manera. Una de las claves de este misterio parece estar en los pitagóricos, secta muy familiarizada con las tradiciones órficas y radicada también en el sur de Italia, que mantenía lazos muy profundos con Oriente (no olvidemos que Pitágoras era natural de la isla de Samos, muy próxima a Asia Menor). Un hallazgo arqueológico parece apuntar en esta dirección: el descubrimiento de una escultura realizado por Pellegrino Claudio Sestieri en 1958, en Elea-Velia, ciudad Focea patria de Parménides. Allí, junto al puerto, en una galería olvidada, encontró una figura con dos mil años de antigüedad, conocida como el hombre de la toga, a cuyos pies está grabada por tres veces una palabra muy misteriosa de la cual sólo se conocía un precedente. La palabra es phôlarchos, que es una combinación de otras dos, phôleos y archos. Archos no plantea problemas. Sabemos que significa señor, jefe. Lo extraordinario es la primera: phôleos, que significa cubil, la guarida en la que se esconden los animales. Unidas quieren significar los señores de la guarida o, dicho de otro modo, siguiendo un texto de Estrabón en el que describe la Anatolia Occidental (región originaria de los foceos), aludiría a aquellos hombres que sanan a través de la inmovilidad y que guardan con celo el lugar en el que esto acontece.
Y aquí entran en acción los pitagóricos, vecinos geográficos de Parménides. Es sabido que la secta de Pitágoras conocía y practicaba la técnica de la inmovilidad para llegar a otros estados de conciencia, como se hacía en Babilonia y Mesopotamia desde tiempo inmemorial. Merced a esas técnicas se alcanzaba el conocimiento verdadero consistente en comprender el logos. Los pitagóricos eran personas que, según su sabiduría, sabían como morir antes de morir. También conocían estas habilidades los foceos y, por ende, Parménides el Eléata, que era hijo de un sacerdote de Apolo versado en el arte de la incubación, los sueños y el éxtasis. Así, no es descabellado aventurar que Parménides, también sacerdote de Apolo (el dios anatolio de la incubación) viajara al mundo de los muertos alterando su conciencia mediante la técnica de la incubación, y que allí la diosa que vive entre los muertos, a la que los griegos dieron en llamar Perséfone (antecedente de la Virgen María de los católicos), le transmitiera una sabiduría ancestral procedente de Oriente, que luego plasmó en su poema. Además, como depositario de un saber mágico ancestral, Parménides hizo algo muy común entre los que alcanzaban tal distinción: a la usanza de los pitagóricos adoptó como hijo a su discípulo, Zenón. El hecho de que Parménides adoptara a Zenón de Elea desmiente de nuevo a Platón, que quiso pasar a la posteridad como el verdadero sucesor de Parménides.
Ironías del destino, la interpretación sobre un Parménides muy distinto al que Platón nos legó la avala indirectamente el mismísimo Platón. Cuando en su diálogo "Las Leyes" nos propone las excelencias del Consejo Nocturno, una suerte de legislador y autoridad última e inapelable, Platón advierte que deberá estar formado por sacerdotes de Apolo y del Sol (la relación con los magos sanadores aparece de nuevo), y que sus reuniones deben celebrarse al alba, momento en el que el día y la noche se mezclan, como ocurre en el inframundo al que accedió. El Consejo Nocturno ha de estar formado por sacerdotes porque la actividad legisladora, que es igual a la actividad política, es una de las cuatro vocaciones (junto con la profecía, la poesía y la medicina) que hacen que los hombres se aproximen a lo divino. La fuerza de la tradición milenaria de la que se hizo eco Parménides era tal que ni el propio Platón pudo acallarla totalmente. Aun siendo raros, existen fragmentos en sus obras en los que aún refulge el brillo de un pasado que reinterpretó libremente.
La obra de Peter Kingsley se sitúa en la estela de la de autores clásicos como E. Rohde, Meuli, Gernet, Cornford, Chadwick, Dodds y Thomson, que ya advirtieron de los estrechos lazos entre Grecia y Oriente de los que hay incontables pruebas, siendo una de ellas el poema de Parménides.