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Identificados los mecanismos que graban el miedo y los recuerdos en el cerebro

Niño con miedoTe presentamos dos estudios complementarios que al unificar resultados explican claramente cómo se forma un recuerdo en el cerebro y qué consecuencias tiene en nuestro comportamiento su almacenamiento.

Cada recuerdo tiene dos componentes fundamentales que se procesan en grupos neuronales diferentes: la información neutra de un recuerdo, el lugar en el que sucedió algo y lo que sucedió, que quedaría almacenada en el hipocampo; y el valor emocional del recuerdo, si sentimos miedo o placer en aquel momento, que se guarda en la amígdala.

Uno de los estudios ha comprobado que para que se almacene la información del miedo en el cerebro, la amígdala tiene que estar en funcionamiento y además debe haber un proceso de atención.

La otra investigación muestra que es posible asociar a la parte de información neutra de un recuerdo una emoción que no es la que se sintió originalmente al guardarse el recuerdo, con lo que cambia el comportamiento. Se observa que también cambia el tipo de conexiones neuronales entre una y otra zona del cerebro, el cableado de un recuerdo. Ese proceso no se puede realizar con la amígdala, por lo que concluyen que las emociones son permanentes.

Estos estudios parecen refrendar el concepto manejado en PNL sobre las emociones (técnica del anclaje), en la que se asocia una emoción positiva de un recuerdo a cualquier estímulo (visual, auditivo o kinestésico), que luego puede ser empleado para disparar esa respuesta emocional positiva al entrar en contacto con situaciones desagradables, mejorando el estado anímico y nuestra capacidad de cambiar de comportamiento.

A nuestro criterio, hay un problema en la extrapolación que se realiza de los resultados que concluye que las emociones son permanentes. El funcionamiento neuronal que se muestra no es más que una reconexión entre las neuronas que contienen los datos objetivos y las que almacenan la emoción asociada, y cabe la posibilidad de que se pueda asociar más de una emoción. Es cierto que eso provocará un cambio de comportamiento, ya que no se experimentará el mismo estado emocional, pero no es el único sistema de cambio y puede que tampoco sea el idóneo, porque la emoción almacenada en la amígdala sigue ahí y puede ser activada por otros estímulos.

Creemos que en las investigaciones no se está tomando en cuenta el efecto real de la respuesta de relajación (la contraparte fisiológica de la respuesta de estrés) que podemos activar a voluntad con las diversas técnicas de relajación que existen. Al aplicarlas, las emociones que aparecen al recordar llegan a desaparecer, quedando solo los datos objetivos del recuerdo, siendo imposible a partir de ese momento acceder al estado emocional original. Por tanto, la relajación debe provocar cambios permanentes en las estructuras neuronales que almacenan las emociones en la amígdala, con lo que es imposible que sean activadas sin control, representando un cambio definitivo de comportamiento.


Artículos originales en www.elpais.com y esmateria.com

Identificado el mecanismo que graba el miedo en el cerebro (www.elpais.com)

Un neurocientífico español describe cómo se almacenan los recuerdos traumáticos.

En el laboratorio del miedo, bajo las órdenes del neurocientífico estadounidense Joseph LeDoux, trabaja una quincena de investigadores para intentar comprender por qué, por ejemplo, una persona se queda paralizada al ver a un perro, traumatizada por un huracán o muda al intentar hablar en público.

Uno de los miembros de esta brigada de élite del miedo, empotrada en el Centro para la Ciencia Neural de la Universidad de Nueva York, es el neurocientífico español Lorenzo Díaz-Mataix, que acaba de identificar los mecanismos cerebrales que convierten las experiencias desagradables en recuerdos imborrables durante años.

Díaz-Mataix se ha sumergido en el cráneo de cientos de ratas. En lo más profundo de sus cerebros, como en los de los seres humanos, se esconde la amígdala, una región del tamaño de una almendra en las personas a la que la comunidad científica señala como almacén del miedo. Presuntamente, en ella se guardan durante décadas los recuerdos de las vivencias traumáticas sufridas a lo largo de la vida.

En 2010, salió a la luz el caso de una mujer estadounidense de 44 años con la amígdala completamente dañada por una rarísima enfermedad genética. La mujer, conocida como SM para preservar su anonimato, era incapaz de sentir miedo. Un grupo de investigadores encabezado por el psicólogo Justin Feinstein, de la Universidad de Iowa, siguió su pista durante más de 20 años. Rodearon a SM de serpientes y arañas venenosas, vieron con ella películas de terror como El resplandor y El silencio de los corderos, la acompañaron a sanatorios abandonados supuestamente habitados por fantasmas. Y nada. La mujer sin amígdala ni siquiera sintió miedo cuando, caminando de noche por un parque solitario, un yonqui le puso un cuchillo en la garganta y masculló: “Te voy a rajar, puta”. SM siguió andando como si escuchara La Traviata.

Ahora, Díaz-Mataix ha iluminado ese enigmático cajón de recuerdos que es la amígdala cerebral. Su investigación parte de una hipótesis postulada en 1949 por el psicólogo canadiense Donald Hebb y sugerida hace más de un siglo por el nobel español Santiago Ramón y Cajal. “Dos células o sistemas de células que están repetidamente activas al mismo tiempo tenderán a convertirse en 'asociadas', de manera que la actividad de una facilitará la de la otra”, dejó escrito Hebb en su libro "La organización de la conducta". O, expresado de manera más simplificada, las neuronas de la amígdala del cerebro humano que se excitan eléctricamente tras el ataque de un perro permanecen conectadas durante años. Sus puentes eléctricos se refuerzan. Ese sería el esqueleto del recuerdo.

El equipo de Díaz-Mataix ha demostrado que la teoría de Hebb es cierta, al menos parcialmente, en los complejos cerebros de los mamíferos. Su experimento, cuyos resultados se publican en la revista científica PNAS, es una versión sofisticada del célebre perro de Pávlov, aquel can ruso que se acostumbró a escuchar un metrónomo (sustituido por una campanita en el imaginario colectivo) antes de comer y ya salivaba cada vez que escuchaba el tic tac aunque no hubiera alimento. El investigador español, en tándem con Josh Johansen, del Instituto RIKEN de Ciencias del Cerebro en Japón, sometió a decenas de ratas a un pitido de 20 segundos rematado por una descarga eléctrica de medio segundo. A partir de entonces, las ratas se quedaban paralizadas cada vez que escuchaban ese sonido. En su cerebro quedó grabado el miedo al chispazo.

OptogeneticaAhí empezó la sofisticación del experimento, gracias a una técnica conocida como optogenética. Los investigadores instalaron genes de algas sensibles a la luz a bordo de virus, que funcionan como taxis microscópicos, y los inyectaron en los cráneos de las ratas. Una vez insertados en las neuronas de los roedores, los genes eran capaces de producir una proteína que funciona como un interruptor de la célula, activándola o desactivándola en función de ráfagas de luz láser enviadas por los científicos.

Las ratas con la amígdala cerebral apagada eran incapaces de recordar el chispazo y carecían de conexiones reforzadas entre sus neuronas. Al mismo tiempo, activar las amígdalas de ratas que no habían sufrido la pequeña electrocución servía para generar miedo al pitido sin necesidad de ningún tipo de shock. En este último caso, según los autores, era necesario que se activaran también los receptores de noradrenalina, una molécula cerebral implicada en los procesos de atención. Sin esta activación, no había aprendizaje.

“Con una sola descarga eléctrica asociada a un pitido, las ratas ya recuerdan la experiencia toda su vida. El cerebro hace esto para afrontar los peligros. Un animal necesita aprender con una sola oportunidad, porque quizá no tenga otra”, explica el neurocientífico.

El despacho del también español Luis de Lecea, profesor de Psiquiatría en la Universidad de Stanford (EEUU), se encuentra a escasos 15 metros del laboratorio en el que se desarrolló la optogenética en 2004. Desde allí, De Lecea ha sido testigo de cómo esta técnica ha revolucionado la investigación del cerebro humano. Las teorías de Hebb ya se habían prácticamente confirmado “con rodajas de cerebro” de roedores en el laboratorio, pero los experimentos de Díaz-Mataix son “una demostración elegante” en mamíferos vivos, a juicio de De Lecea.

El neurocientífico español dibuja las posibles aplicaciones de sus hallazgos. “En los enfermos con estrés postraumático, ansiedad o incluso depresión, su cerebro no es capaz de aprender que lo que una vez fue peligroso ya no lo es, y siguen respondiendo de forma exagerada”, señala. Personas que han vivido guerras, accidentes graves, violaciones o catástrofes naturales siguen sintiendo miedo y estrés una vez pasado el peligro.

La comunidad científica internacional trabaja desde hace unos años en intentar borrar esos malos recuerdos. Se basan en un proceso conocido como reconsolidación de la memoria. “Cada vez que un recuerdo sale a la luz, se pone en un estado frágil que hace que el cerebro pueda añadir cosas relevantes”, apunta Díaz-Mataix. Cuando se abre el baúl de los recuerdos es el momento de modificarlos.

Si, por ejemplo, alguien va en un coche escuchando a todo volumen la canción Balada Boa de Gusttavo Lima y se estampa contra un árbol, cada vez que escuche el estribillo “Tchê tcherere tchê tchê” tendrá pavor. “Sin embargo, si cada vez que la víctima va a un bar a tomar algo ponen esa canción, el cerebro recupera el recuerdo y aprende que ya no es negativa. Eso es la reconsolidación”, añade el investigador.

Este proceso se puede facilitar con fármacos que actúan sobre los receptores de noradrenalina, como el propranolol, que ya se suministró a víctimas del atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Los síntomas de su trastorno de estrés agudo remitieron en el 64% de los casos, según un estudio de la mutua Ibermutuamur.

Para Díaz-Mataix, es muy posible que el proceso para almacenar recuerdos desagradables que han observado sea en realidad un mecanismo general del sistema nervioso para generar otro tipo de recuerdos, ya sean de asco, ira o alegría. “El problema es cómo estudiar estas emociones primarias en una rata”, lamenta. Si tiene razón, será todavía más cierta aquella sentencia de Ramón y Cajal: “Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro”.

Cómo 'reescribir' un mal recuerdo para convertirlo en otro bueno (esmateria.com)

Un equipo de investigadores de EEUU ha usado una técnica que controla grupos de neuronas en el cerebro de ratones para reescribir sus recuerdos y transformar memorias traumáticas en otras positivas, y viceversa.

El equipo explora desde hace años los mecanismos cerebrales que permiten crear un recuerdo, guardarlo, recordarlo meses o años después y, además, atribuirle un valor emocional. Es una tarea que el encéfalo hace en fracciones de segundo, sin que seamos conscientes, pero entender cómo lo hace es una tarea complejísima. No solo por la inmensidad de los circuitos neuronales involucrados, sino también porque nuestra memoria cambia. Un bonito recuerdo de la ciudad en la que nos enamoramos se vuelve malo tras el desengaño. En otros casos, la guerra, un atentado, un desastre natural u otras tragedias dejan grabados en el cerebro recuerdos difíciles de borrar y que causan trastornos psiquiátricos.

Estudios anteriores han demostrado que la memoria es maleable y que los malos recuerdos pueden modificarse, reescribirse, lo que ha permitido tratar a personas con depresión o víctimas de una experiencia traumática desde la psiquiatría o la psicología. Lo que se ignora es el detalle: cómo se crea y se almacena un recuerdo a nivel celular y molecular en el cerebro y cómo se puede cambiar el cableado que hay entre las neuronas para reescribirlo.

Un estudio publicado hoy arroja, literalmente, luz sobre el tema. Se centra en  la optogenética, una técnica que permite etiquetar el grupo de neuronas que guardan un recuerdo y reactivarlas a voluntad aplicando sobre ellas un rayo de luz azul. Al hacerlo, el recuerdo vuelve y, con él, su asociación positiva o negativa. La técnica ha cobrado un enorme potencial para estudiar a un nivel de detalle inusitado los fundamentos neuronales del comportamiento, la memoria y las causas de enfermedades como el alzhéimer, la esquizofrenia o el estrés postraumático.

OptogeneticaEl año pasado, el equipo de Susumu Tonegawa, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, EEUU), creó recuerdos falsos en ratones usando la optogenética. Ahora, su equipo demuestra en un nuevo estudio publicado en Nature cómo transformar el valor emocional que el cerebro atribuye a los recuerdos.

Para entender cómo se ha logrado, imagine que es usted es un ratón de laboratorio macho. De repente aparece a su lado una atractiva hembra, lo que automáticamente le hace guardar un buen recuerdo de ese momento. Sin que sea consciente, las neuronas que ha usado para almacenar ese instante han quedado marcadas. Cuando los investigadores proyectan un haz de luz sobre ellas usted volverá a recordar ese momento agradable en el que juntó su hocico con el de la ratona. En el mismo laboratorio hay otros ratones con menos suerte. Les han dado una descarga eléctrica para que guarden, etiquetado, un mal recuerdo.

Tanto usted como los otros ratones tienen un lado de la jaula preferido, en el que se encuentran más a gusto. Cuando a usted le ponen en el lado contrario, instintivamente se cambia de sitio. Pero, si a la vez los investigadores activan el bonito recuerdo de la hembra, usted se olvida y ya le da igual estar en el lado contrario. Sus compañeros hacen justo lo contrario: cuando reviven el recuerdo de la descarga huyen al otro lado de la jaula, el que menos preferían, pues lo asocian con un mal recuerdo.

Dos días después cambian las tornas. Mientras la optogenética le está haciendo recordar a la hembra, alguien le da una descarga. A su lado, otros ratones recuerdan esa misma descarga cuando el haz de luz toca sus cerebros, pero, mientras lo hacen, una hembra entra en su jaula y pueden socializar con ella, lo que cambia sus malos recuerdos originales por otros positivos. Cuando le vuelven a poner en su jaula usted elige el lado que antes le gustaba más, porque el otro le evoca malos recuerdos de la descarga. Los otros ratones hacen justo lo contrario. El resumen científico de este relato es que la optogenética y la exposición a nuevos estímulos pueden cambiar el valor emocional de la memoria. Los malos recuerdos se vuelven buenos y viceversa.

Ahora el objetivo es intentar aplicar toda esta información a la complejidad del cerebro humano y lograrlo sin la manipulación genética ni la cirugía que requiere la optogenética. Los expertos en este campo confían en que una molécula de administración sencilla pueda emular esta reescritura de recuerdos sin usar métodos tan invasivos. “En el futuro, uno podría desarrollar métodos para ayudar a la gente a recuperar sus recuerdos positivos más que los negativos”, ha explicado Tonegawa en una nota de prensa difundida por el MIT.

El investigador japonés es conocido en el mundo científico por saber cómo convertir los hallazgos de su equipo en bombazos mediáticos. Pero aparte de su capacidad para venderse, Tonegawa, que ganó un Nobel de Medicina en 1987 por su trabajo en un campo totalmente distinto, es un científico respetado.

“Su estudio tiene mucho alcance y estos descubrimientos son relevantes”, opina Santiago Canals, experto en plasticidad y redes cerebrales del Instituto de Neurociencias de Alicante. El trabajo, dice, no sólo muestra “qué neuronas participan en la conectividad” ligada a un recuerdo, también que “podemos manipularlas de forma plástica para realizar cambios en la memoria”. Quedan “muchos años” para que estos hallazgos puedan aplicarse en personas, recuerda, pero se trata del “tipo de investigación básica necesaria para después buscar mecanismos más fáciles de modular la valencia positiva o negativa de nuestros recuerdos”.

Luis de Lecea, que dirige un grupo de investigación en la Universidad de Stanford (EEUU) sobre estrés y adicción usando optogenética en ratones, opina que el trabajo de Tonegawa tiene “muchos puntos débiles”. Una de sus críticas es que no se ha estudiado la frecuencia de disparo de cada neurona, lo que es clave para la intensidad de esa conexión y, por tanto, del recuerdo. Además, dice, hay cierta simplificación, pues el circuito neuronal de un recuerdo “puede ser mucho más complejo de lo que ellos creen”. Sin embargo este experto da por buena la conclusión de que se pueden cambiar los recuerdos malos por buenos y resalta que este estudio “va más allá de lo que ha hecho nadie hasta ahora”

Las neuronas del miedo

Tonegawa y su equipo ha comprobado que en el hipocampo se puede sustituir un recuerdo por otro. Sin embargo, en la amígdala la técnica no funciona y los ratones no modifican su comportamiento. Esto apunta a que el valor emocional positivo o negativo que las neuronas guardan de un recuerdo no se puede borrar. Lo que sí ha observado el equipo de Tonegawa es que, al cambiar los recuerdos, también cambian el tipo de conexiones neuronales entre una y otra zona del cerebro, el cableado de un recuerdo. Es ahí donde parece residir la capacidad de revertir su valor emocional.

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